ACTIVIDAD
DE COMPRENSIÓN LECTORA
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DANZA CON
DRAGONES
La noche apestaba a
olor humano.
De pelaje pardo y
gris, moteado por las sombras, el warg se detuvo detrás de un árbol y olfateó.
Un soplo de brisa le trajo el olor de los hombres por encima de otros olores
más ligeros que hablaban de zorro y liebre, foca y ciervo, e incluso de lobo.
Sin embargo, aquellos eran olores humanos también, el warg lo sabía, la peste
era de pieles viejas, muertas y amargas casi enterradas bajo la esencia más
fuerte de humo y sangre y putrefacción. Solo los hombres arrancaban la piel de
otras bestias para vestir su pelaje.
A diferencia de los
lobos, los wargs no temen al hombre. Con odio y hambre enroscados en su estómago,
el warg emitió un ligero gruñido llamando a su hermano de un solo ojo y a su
astuta hermana pequeña. Sus compañeros de manada le siguieron los pasos en su
carrera entre los árboles. Todos habían percibido el olor. Mientras corrían, él
veía a través de los ojos de los demás y se distinguía a sí mismo al frente del
grupo. El aliento del grupo brotaba blanco y caliente de sus fauces grises. El
hielo se había formado entre sus zarpas, duro como la piedra, pero la cacería
había comenzado, la presa estaba a su alcance. Carne, pensó el warg, carne. Un
hombre solo era algo endeble. Grande y fuerte, con mirada penetrante, pero de
oído escaso y totalmente sordo al olfato. Ciervos y alces, e incluso las
liebres eran más rápidas, osos y jabalís más fieros en la lucha. Sin embargo,
los hombres en grupo eran peligrosos. Mientras se aproximaban a la presa, el
warg escuchó el llanto de un cachorro, la corteza de la nieve recién caída esa
noche quebrándose bajo las patas humanas, el tintineo de las pieles endurecidas
y las largas garras afiladas que portaban los hombres.
Espadas, susurró
una voz en su interior, lanzas. Dientes de hielo colgaban de las desnudas ramas
marrones de los árboles. Un-ojo surgió de entre la maleza esparciendo la nieve
a su paso. Sus compañeros de manada le siguieron. Subieron la colina y bajaron
la pendiente al otro lado hasta que el bosque se abrió ante ellos y de pronto
los hombres estaban allí. Uno era hembra. El bulto envuelto en pieles que
abrazaba era su cachorro. Dejadla para el final, susurro la voz, los machos son
el peligro. Se gritaban unos a otros como hacen los hombres, pero el warg podía
oler su terror. Uno esgrimía un colmillo de madera tan alto como él. Lo lanzó, pero
su mano temblaba y el colmillo se perdió alto.
Entonces la manada
cayó sobre ellos. Su hermano de un ojo derribó al que había lanzado el colmillo
y le desgarró la garganta mientras forcejeaba. Su hermana se deslizó detrás de
otro hombre y lo eliminó por la espalda. Eso dejaba a la hembra y su cachorro
para él. Ella tenía un colmillo también, pequeño, hecho de hueso, pero se le
cayó cuando las fauces del warg se cerraron alrededor su pierna. Mientras caía,
la mujer protegía con ambos brazos su ruidoso cachorro. Debajo de las pieles la
hembra era todo pellejo y huesos, excepto sus pechos que estaban llenos de
leche. La carne más dulce era la del cachorro. El warg reservó las partes más
codiciadas para su hermano. La nieve se tiño de rosa y rojo alrededor de los
cadáveres mientras la manada saciaba su hambre.
A muchas leguas de
allí, en una chabola de un único habitáculo, hecha de lodo y paja con techo de ramas
y un agujero para el humo y suelo de tierra prensada, Varamyr se estremeció y
tosió y se humedeció los labios. Sus ojos estaban rojos, sus labios agrietados,
su garganta seca y árida pero el sabor de sangre y grasa llenaba su boca,
incluso cuando su estómago hinchado protestaba pidiendo alimento. “La carne de
un niño”, pensó recordando a Bump. “Carne humana”. ¿Tan bajo había caído para
desear carne humana? Casi podía oír a Haggon gruñirle –Los hombres pueden comer
la carne de las bestias y las bestias comer la carne de los hombres, pero el
hombre que come carne de otro hombre es una abominación.
Abominación. Esa
había sido siempre la palabra favorita de Haggon. Abominación, abominación, abominación.
Comer carne humana era una abominación, aparearse como lobo con otro lobo era una abominación, y apoderarse del cuerpo de
otro hombre era la peor abominación de todas. Haggon era débil, temeroso de su
propio poder. “Murió sollozando y solo cuando le arrebaté su segunda vida”. Varamyr
había devorado su corazón. “Me enseño todo y más, y la última cosa que aprendí
de él fue el sabor de la carne humana.” Sin embargo, aquello lo había
hecho un lobo. Él, con sus dientes humanos, nunca había comido la Carne de otro
hombre. Nunca arrebataría el festín a su manada. Los lobos estaban tan
hambrientos como él, demacrados, ateridos por el frío y hambrientos, y las
presas... “dos hombres y una mujer, un bebé en brazos, huyendo de una derrota
para encontrar la muerte. Hubieran muerto pronto en cualquier caso, de frío o
de hambre. De este modo fue mejor para ellos. Un acto de compasión.”
–Compasión–,
exclamó. Su garganta le dolió pero le reconfortó escuchar una voz humana,
aunque fuera la suya. El aire olía a fango y humedad, el suelo estaba frío y
duro, y el fuego emitía más humo que calor. Se movió tan cerca de las llamas
como se atrevió, tosiendo y tiritando alternativamente, su costado palpitaba en
donde la herida se le había abierto. La sangre había empapado sus pantalones
hasta la rodilla y se había secado formando una dura costra marrón.
Cardo le había
avisado de que eso podría ocurrir. –Lo he cosido lo mejor que he podido– dijo
ella, – pero deberías descansar y dejar que se cure o la carne se abrirá de
nuevo – .
Cardo había sido la
última de sus compañeras, una esposa de la lanza dura como una raíz vieja, plagada
de verrugas, curtida y arrugada. Los otros les habían abandonado por el camino.
Uno a uno se quedaron atrás o continuaron adelante, buscando sus viejas aldeas
o Aguaslechosas, o Hardhome o una muerte solitaria en los bosques. Varamyr no
lo sabía ni le importaba. “Debí haber poseído a uno de ellos cuando tuve la
oportunidad. Uno de los gemelos, o el hombre grande de la cicatriz en el
rostro, o el joven pelirrojo”. Sin embargo, había tenido miedo. Alguno
de los otros podría haberse dado cuenta de lo que estaba ocurriendo. Entonces
se hubieran vuelto contra él y le habrían matado.
Las palabras de
Haggon le habían acosado y entonces la oportunidad se había desvanecido. Después
de la batalla miles de ellos se habían abierto camino a través del bosque,
hambrientos asustados, huyendo de la
matanza que cayó sobre ellos en el Muro. Algunos habían hablado de volver a sus
hogares abandonados, otros de organizar un segundo asalto sobre la puerta, pero
la mayoría estaban perdidos, sin noción de a dónde ir o qué hacer. Habían
escapado de los Cuervos de capas-negras y de los caballeros de acero gris, pero
enemigos más implacables los acosaban ahora.
Cada día
abandonaban más cadáveres en los caminos. Algunos murieron de hambre, otros de
frío, otros de enfermedades. Otros asesinados por quienes habían sido sus
hermanos de armas cuando marcharon al sur con Mance Rayder, el rey más allá del
muro.
“Mance ha caído”,
los supervivientes se decían unos a otros con voz desesperada, “Mance ha sido apresado,
Mance está muerto”. –Harma está muerta y Mance ha sido capturado, el resto ha
huido y nos han abandonado – exclamo Cardo mientras cosía su herida. –Tormund,
el llorón, Seispieles, todos ellos valientes guerreros. ¿Dónde están ahora?. “Ella
no me conoce”, comprendió Varamyr, “¿y por qué debería?” Sin las bestias no
parecía un gran hombre. “Yo era Varamyr Seis-Pieles, quien compartía pan con
Mance Rayder”. Se había autoproclamado Varamyr cuando cumplió diez años. Un
nombre adecuado para un Lord, un nombre apropiado para canciones, un nombre
poderoso y temible. Sin embargo había huido de los cuervos como un conejo. El
terrible Lord Varamyr se había convertido en un cobarde, pero él no podía permitir
que ella lo supiera, así que le dijo que se llamaba Haggon. Después se preguntó
por qué de entre todos los nombres que podría haber elegido había sido ese el
que surgió de sus labios. Me comí su corazón y bebí su sangre, y todavía me
acosa.
Un día, mientras
huían, un jinete llegó galopando a través del bosque en un demacrado caballo blanco,
gritando que todos deberían ir a Aguaslechosas, que Weeper estaba reuniendo
guerreros para cruzar el Puente de Cráneos y tomar la Torre de Sombra. Muchos
lo siguieron; fueron más los que no lo hicieron. Más tarde, un guerrero
austero, envuelto en pieles y ámbar, fue de hoguera en hoguera exhortando a
todos los supervivientes a dirigirse al norte y tomar refugio en el valle de
los Thenns. ¿Por qué pensaría que iban a estar seguros allí cuando los propios
Thenns habían huido de ese lugar?, Varamyr nunca lo supo, pero cientos de ellos
le siguieron. Cientos más se marcharon con la bruja del bosque que tuvo la
visión de una flota de barcos que llevaría a los hombres libres hacia el sur.
–Debemos buscar el mar, – aulló Mother Mole, y sus seguidores se dirigieron
hacia el este. Varamyr hubiera ido con ellos si se hubiera encontrado con
fuerzas. Sin embargo, el mar era gris, frío y lejano y sabía que no viviría
para verlo. Él había muerto diez veces y estaba muriendo de nuevo, y esta sería
su verdadera muerte. “Una capa de piel de ardilla”, recordó, “apuñalado por una
capa de piel de ardilla”.
Su dueña ya estaba
muerta, su cabeza aplastada convertida en pulpa salpicada de trocitos de hueso,
pero la capa parecía caliente y gruesa. Estaba nevando y Varamyr había perdido
sus propias capas
en el Muro. Sus
prendas de dormir y sus mantas de lana, sus botas de piel de oveja y sus
guantes de cuero, su reserva de licor y su comida, los mechones de las mujeres
con las que se había acostado, incluso las anillas doradas para los brazos que
Mance le había regalado, todo perdido y abandonado.
“Ardí y morí y
después corrí medio loco de dolor y miedo”. Aquel recuerdo todavía le
avergonzaba, pero al menos él no había sido el único. Otros habían huido
también, cientos de ellos, miles. “La batalla estaba perdida. Los caballeros
habían llegado, invencibles en su acero, matando a todo aquel que se enfrentara
a ellos. Era huir o morir”.
Sin embargo, a la
muerte no se la engaña tan fácilmente. Cuando Varamyr se acercó a la mujer muerta
en el bosque, se arrodilló para arrancarle la capa y no vio al niño hasta que
este se abalanzó sobre él desde su escondite y le hundió el cuchillo de hueso
en su costado y le arrebató la capa de entre
los dedos. –Su madre, – le dijo Cardo más tarde, cuando el niño ya había huido,
–era la capa de su madre, y cuando te vio robándola...
–Ella estaba
muerta, – respondió Varamyr, contraído mientras la aguja de hueso le atravesaba
la carne. –Alguien le aplasto la cabeza. Algún cuervo.
–No fue un cuervo.
Fueron hombres de Hornfoot. Yo lo vi. – La aguja tiró del hilo y su costado se cerró.
–Salvajes, ¿y quién queda para controlarlos? – “Nadie. Si Mance está muerto,
los hombres libres están condenados”. Los Thenns, gigantes y los Hombres de
Hornfoot, los moradores de las cavernas con sus dientes afilados, y los hombres
de la orilla oeste con sus carros de hueso... todos ellos condenados también.
Incluso los cuervos. Puede que todavía no lo supieran, pero esos hijos de puta
de capas negras morirían con todos los demás. El enemigo estaba acercándose.
La voz áspera de
Haggon resonó en su cabeza. –Morirás una docena de muertes, chico, y te dolerá
cada una de
ellas... pero cuando tu verdadera muerte llegue, vivirás de nuevo. Dicen que la
segunda vida es más sencilla y dulce.
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